domingo, 29 de noviembre de 2015

Fin del mundo

Conservo algunas cosas de mis abuelos y, entre ellas, un pequeño maletín de mi abuelo Luis donde él guardaba recuerdos personales. Esta semana, mientras ordenaba unas cajas de libros, me volví a topar con ese maletín y decidí vaciarlo con el fin de observar con más detenimiento lo que había allí. Una vez que saqué todo me di cuenta que en uno de los bolsillos interiores asomaba un trozo de papel. Tiré de él y apareció un sobre muy antiguo que tenía dentro una carta.


En un principio me resistí a leerla porque, a pesar de que hace muchos años que mi abuelo falleció, tenía la sensación de estar invadiendo su intimidad. Después de un par de días, no pude resistir más la tentación y empecé a leer la carta y, para mi asombro, la historia que se cuenta en ella, al menos para mí, es fascinante. Y lo más curioso es que, a pesar de lo bien escondida que estaba la carta, lo que se cuenta en ella no tiene nada que ver con mi abuelo ni, que yo sepa, con ningún episodio de su vida. Por eso he decidido compartirla y paso a transcribirla:


Tolhuin, Isla Grande de Tierra del Fuego, 30 de noviembre de 1926

Mi nombre es Claudio Lamich. Llegué a la Isla de los Estados, ubicada en el Atlántico Sur en 1899 para cumplir una condena por asesinato. En este lugar perdido del mundo había poco que hacer por lo que los reclusos matábamos el tiempo como buenamente podíamos. La única diversión, por llamarlo de alguna manera, era una excursión en barco que se organizaba cada tres meses que partía desde el Puerto de Cook, donde estaba la cárcel, hasta la Bahía de San Juan Salvamento para visitar la antigua prisión y el conocido como Faro del Fin del Mundo.

A finales de 1902 un grupo de unos 40 hombres, entre los que me encontraba, fuimos trasladados a la Isla Grande de Tierra del Fuego como mano de obra para construir una nueva cárcel. La razón del cambio de ubicación del presidio se debió a la extrema humedad y frío de la Isla de los Estados, y también porque en la Isla Grande había por explotar muchas materias primas que requerían una gran cantidad de trabajadores.

El penal de Tierra del Fuego se construyó en la ciudad de Ushuaia y hacia 1904 todos los presos de la Isla de los Estados ya estaban allí alojados. Poco a poco el número de reclusos fue creciendo y con el tiempo fragüe una gran amistad con dos internos: Horacio y Norberto.

Todavía nos quedaban por cumplir unos cuantos años de condena a los tres, así que el pensamiento de escapar siempre nos rondaba por la cabeza. Además, en la Isla Grande el clima también es muy extremo: frío, húmedo y prácticamente sin luz solar durante el invierno.

Un día la suerte se puso de nuestra parte y desde la dirección de la cárcel se nos comunicó que se había terminado la construcción de una vía de ferrocarril que une Ushuaia con un bosque, y que los reclusos de mejor comportamiento serían trasladados en tren a diario a esta zona boscosa para trabajar en la tala de árboles.

Gracias a que nunca provocamos problemas graves y a un informe positivo de un policía del penal que nos debía un favor: Norberto, Horacio y yo entramos en ese grupo de privilegiados que se dedicaría a la tala de árboles.

Una vez que el trabajo comenzaba en el bosque, los guardias de la cárcel que nos acompañaban se relajaban y no nos vigilaban mucho. Esta falta de atención se debía a que escapar de esta zona en invierno significaba morir de frío y, si lo hacías en verano, podía llegar más lejos pero tarde o temprano morirías de hambre por lo inhóspito de la Patagonia.

Después de muchos meses talando árboles, un hombre con rasgos de indígena comenzó a merodear por la zona del bosque en que trabajábamos los reclusos. Su actitud no era beligerante y cada día que pasaba nos observaba más de cerca.

Horacio, Norberto y yo siempre trabajábamos juntos. Un día el extraño observador se acercó a nosotros y nos dijo que era uno de los últimos indios yámanas (oriundos de la Isla Grande), y que existía una posibilidad de que volviéramos a ser libres. Nos contó que el nombre de Tierra del Fuego provenía del color rojizo que el sol adopta al atardecer en esta Isla, y que un rayo de esa luz roja penetra todos los atardeceres hasta las profundidades del bosque señalando una “fuente de poder” inmensa. Por último, añadió que él no conocía a nadie que se hubiese atrevido a seguir ese rayo de luz, y si alguien lo había hecho no volvió para contarlo.

Al escuchar lo que contó el viejo indio yámana Norberto y Horacio abrieron los ojos como platos e interpretaron la historia en el sentido de que el bosque escondía un gran tesoro, es decir, la oportunidad de contar con algo de valor para sobornar a un marino y que nos saque de la Isla Grande rumbo a Buenos Aires. Ya no había vuelta atrás, la decisión de huir ya estaba tomada.

Esperamos a que llegara el verano para emprender la fuga porque el clima mejoraba considerablemente.

Al fin llegó el día de la huida. Aprovechando la hora de comer de los guardias que
alargaban con una buena siesta, corrimos bosque adentro en busca de esa “fuente de poder”. No nos detuvimos durante horas, al mismo tiempo que buscábamos alguna señal del tesoro. Ya exhaustos y muertos de hambre, sed y frío nos sentamos debajo de un árbol para recuperar un poco el aliento. Comenzó a atardecer y, de repente, por encima de nuestras cabezas un haz de luz rojo señaló una zona del bosque que estaba a unos 300 metros de nuestra posición.

Los tres empezamos a correr como locos detrás de esa luz. Yo tropecé y al caer al suelo me hice una herida enorme en la pierna izquierda. Sólo podía arrastrarme, pero mis amigos siguieron su marcha y llegaron al punto que señalaba la luz roja. Todo ocurrió en segundos. A continuación escuché, desde cierta distancia, como si los estuviesen torturando y gritaban pidiendo ayuda. Cuando llegué al lugar en el que se encontraban lo que vi fue dantesco”.

A partir de este punto, los tres párrafos siguientes de la carta que explican supuestamente lo que les ocurrió a Horacio y Norberto están borrosos, como si alguien se hubiese tomado la molestia de borrar con agua letra por letra.

Luego la carta continúa:

Después de ver ese horror volví como pude a la zona del bosque donde trabajábamos y pasé la noche allí. A la mañana siguiente los guardias me encontraron, les conté lo ocurrido pero no se molestaron en comprobar mi historia ni en buscar a mis amigos.

Desde que terminé de cumplir mi condena por asesinato más los años que me añadieron por el intento de fuga, estoy intentando cruzar por mar desde la Isla Grande hasta la provincia de Santa Cruz, pero por arte de magia o por obra del diablo cada vez que bajo del barco vuelvo a desembarcar en Tierra del Fuego.

A veces pienso que estoy condenado a no salir jamás de esta isla y que quizás esta sea mi maldición por no haber corrido la misma suerte que mis amigos.

Por esta razón he escrito esta carta que enviaré desde la localidad de Tolhuin para que quede constancia de esta historia por si, finalmente, nunca pueda abandonar la Isla Grande de Tierra del Fuego y me vea obligado a vagar en ella hasta el fin de mis días”.


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