En
un principio me resistí a leerla porque, a pesar de que hace muchos
años que mi abuelo falleció, tenía la sensación de estar
invadiendo su intimidad. Después de un par de días, no pude
resistir más la tentación y empecé a leer la carta y, para mi
asombro, la historia que se cuenta en ella, al menos para mí, es
fascinante. Y lo más
curioso es que, a pesar de lo bien escondida que estaba la carta, lo
que se cuenta en ella no tiene nada que ver con mi abuelo ni, que yo
sepa, con ningún episodio
de su vida. Por eso he
decidido compartirla y paso a transcribirla:
Tolhuin,
Isla Grande de Tierra del Fuego, 30 de noviembre de 1926
“Mi
nombre es Claudio Lamich. Llegué a la Isla de los Estados, ubicada
en el Atlántico Sur en 1899 para cumplir una condena por asesinato.
En este lugar perdido del mundo había poco que hacer por lo que los
reclusos matábamos el tiempo como buenamente podíamos. La única
diversión, por llamarlo de alguna manera, era una excursión en
barco que se organizaba cada tres meses que partía desde el Puerto
de Cook, donde estaba la cárcel, hasta la Bahía de San Juan
Salvamento para visitar la antigua prisión y el conocido como Faro
del Fin del Mundo.
A
finales de 1902 un grupo de unos 40 hombres, entre los que me
encontraba, fuimos trasladados a la Isla Grande de Tierra del Fuego
como mano de obra para construir una nueva cárcel. La razón del
cambio de ubicación del presidio se debió a la extrema humedad y
frío de la Isla de los Estados, y también porque en la Isla Grande
había por explotar muchas materias primas que requerían una gran
cantidad de trabajadores.
El
penal de Tierra del Fuego se construyó en la ciudad de Ushuaia y
hacia 1904 todos los presos de la Isla de los Estados ya estaban allí
alojados. Poco a poco el número de reclusos fue creciendo y con el
tiempo fragüe una gran amistad con dos internos: Horacio y Norberto.
Todavía
nos quedaban por cumplir unos cuantos años de condena a los tres,
así que el pensamiento de escapar siempre nos rondaba por la cabeza.
Además, en la Isla Grande el clima también es muy extremo: frío,
húmedo y prácticamente sin luz solar durante el invierno.
Un
día la suerte se puso de nuestra parte y desde la dirección de la
cárcel se nos comunicó que se había terminado la construcción de
una vía de ferrocarril que une Ushuaia con un bosque, y que los
reclusos de mejor comportamiento serían trasladados en tren a diario
a esta zona boscosa para trabajar en la tala de árboles.
Gracias
a que nunca provocamos problemas graves y a un informe positivo de un
policía del penal que nos debía un favor: Norberto,
Horacio y yo entramos en ese grupo de privilegiados que se dedicaría
a la tala de árboles.
Una
vez que el trabajo comenzaba en el bosque, los guardias de la cárcel
que nos acompañaban se relajaban y no nos vigilaban mucho. Esta
falta de atención se debía a que escapar de esta
zona en invierno significaba morir de frío y, si lo hacías en
verano, podía llegar más lejos pero tarde o temprano morirías de
hambre por lo inhóspito
de la Patagonia.
Después
de muchos meses talando árboles, un hombre con rasgos de indígena
comenzó a merodear por la zona del bosque en que trabajábamos los
reclusos. Su actitud no era beligerante y
cada día que pasaba nos observaba más de cerca.
Horacio,
Norberto y yo siempre trabajábamos juntos. Un día el extraño
observador se acercó a nosotros y nos dijo que era uno de los
últimos indios yámanas (oriundos de la Isla Grande), y que existía
una posibilidad de que volviéramos a ser libres. Nos
contó que el nombre de Tierra del Fuego provenía del color rojizo
que el sol adopta al atardecer en esta Isla, y que un rayo de esa luz
roja penetra todos los atardeceres hasta las profundidades del bosque
señalando una “fuente de poder”
inmensa. Por último, añadió
que él no conocía a nadie que se hubiese atrevido a seguir ese rayo
de luz, y si alguien lo había hecho no volvió para contarlo.
Al
escuchar lo que contó el viejo indio yámana Norberto y Horacio
abrieron los ojos como platos e interpretaron la historia en el
sentido de que el bosque escondía un gran tesoro, es decir, la
oportunidad de contar con algo de valor para sobornar
a un marino y que nos saque de la Isla Grande rumbo a Buenos Aires.
Ya no había vuelta atrás,
la decisión de huir ya estaba tomada.
Esperamos
a que llegara el verano para emprender la fuga porque
el clima mejoraba considerablemente.
Al
fin llegó el día de la huida. Aprovechando
la hora de comer de los guardias que
alargaban
con una buena siesta, corrimos bosque
adentro en busca de esa “fuente de poder”. No
nos detuvimos durante horas, al mismo tiempo que buscábamos alguna
señal del tesoro. Ya
exhaustos y muertos de hambre, sed y frío
nos sentamos debajo de un árbol para recuperar un poco el aliento.
Comenzó a atardecer y, de repente, por encima de nuestras cabezas un
haz de luz rojo señaló una zona del bosque que estaba a unos 300
metros de nuestra posición.
Los
tres empezamos a correr como locos detrás de esa luz. Yo tropecé y
al caer al suelo me hice una herida enorme en la pierna izquierda.
Sólo podía arrastrarme,
pero mis amigos siguieron su marcha y llegaron al punto que señalaba
la luz roja. Todo ocurrió en segundos.
A continuación escuché, desde cierta distancia, como si los
estuviesen torturando y gritaban pidiendo ayuda. Cuando llegué al
lugar en el que se encontraban lo que vi fue dantesco”.
A
partir
de
este punto, los tres párrafos siguientes de la carta que explican
supuestamente lo que les ocurrió a Horacio y Norberto están
borrosos, como si alguien
se hubiese tomado la molestia de borrar con agua letra por letra.
Luego
la carta continúa:
“Después
de ver ese horror volví como pude a la zona del bosque donde
trabajábamos y pasé la noche allí. A la mañana siguiente los
guardias me encontraron, les conté lo ocurrido pero no se molestaron
en comprobar mi historia ni en buscar a mis amigos.
Desde
que terminé de cumplir mi condena por asesinato más los años que
me añadieron por el intento de fuga, estoy intentando cruzar por
mar desde la Isla
Grande hasta la
provincia de Santa Cruz, pero por arte de magia o por obra del diablo
cada vez que bajo del barco vuelvo a desembarcar en Tierra del Fuego.
A
veces pienso que
estoy condenado a no salir jamás de esta isla y que quizás esta sea
mi maldición por no haber corrido la misma suerte que mis amigos.
Por
esta razón he escrito esta carta que enviaré desde la localidad de
Tolhuin para que quede constancia de esta historia por si,
finalmente, nunca pueda abandonar la Isla Grande de Tierra del Fuego
y me vea obligado a
vagar en ella hasta el fin de mis días”.
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Literatumas: blog literario de Martín Lapadula
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