Ya no
podemos hacer nada. No puedo borrar de mi mente la imagen de su ropa manchada de sangre, mientras sostenía en sus manos una enorme espada a la que le limpiaba los restos de sangre con su lengua, en una especie de ritual macabro.
Siempre me
llamó la atención su hipersensibilidad. Recuerdo que cuando era
pequeña y jugaba sola en su cuarto, decía que había un niño con
ella, pero nunca había nadie.
A medida que
pasaban los años e iba creciendo cada vez conectaba con más
frecuencia con su mundo paralelo, con una realidad que sólo existía
para ella. Tenía ausencias: estaba en esta realidad, pero al mismo tiempo en otra. Era imposible conectar con ella
cuando estaba inmersa en sus pensamientos.
Un día le
pregunté que en qué pensaba. Me respondió que este
mundo no nos pertenece, que se lo hemos usurpado a otros seres que
más tarde o temprano saldrán de las entrañas de la Tierra para
reclamar su lugar. “Están contactando con
algunos de nosotros para ganar la última batalla de una guerra que
comenzó hace miles de años”, añadió.
No supe
responder a lo que me dijo. Permanecí en silencio y ella se fue
caminando de forma muy pausada de la habitación. Pensé que era cosa
de niños, que no eran más que alucinaciones, pero me perturbó
aquella extraña explicación de lo que le ocurría y, sobre todo, la
serenidad con que me había contado lo que sabía.
No puedo quitarme de la cabeza el ruido de las sirenas de
las ambulancias y de los coches de policía. Su habitación estaba salpicada de sangre por todas partes, apenas quedaban zonas del suelo y
de las paredes que no estaban cubiertas de color rojo. La cama y los
muebles del cuarto también estaban manchados y, según los
inspectores encargados del caso, allí supuestamente habrían
asesinado a cuatro o cinco personas adultas como mínimo. Pero, lo más curioso de todo,
es que tampoco había rastro de la niña.
A
pesar de lo terrible de lo ocurrido, días más tarde recibí una
llamada de la policía en la que me comunicaban que entre los
pequeños restos analizados de los cuerpos hallados en la escena
del crimen, pudieron confirmar que no encontraron nada de la niña, así que podría haber
ocurrido que el asesino o asesina la hubiese secuestrado. Al menos quedaba la esperanza de que todavía estuviese viva.
Los
años fueron pasando y no encontraron los cadáveres ni a la niña. Siempre había vivido atormentada por sus pensamientos. Pero
lo que más me unía a ella era sufrir esas mismas ausencias, olvidar
qué persona había sido en determinadas horas del día y no recordar
tampoco dónde había estado.
A veces, me ocurría, que aparecía en la otra punta de la ciudad en un
parque infantil sin saber cómo había llegado hasta allí. Era una
sensación horrible ya que era consciente de que había momentos de
mi vida en que perdía la noción de quién era y de lo que hacía.
Ahora
llevo más de un año internado en un psiquiátrico. Las ausencias
cada vez son más frecuentes y paso más tiempo en mi realidad
paralela, de la que nunca recuerdo nada, que en el mundo real. La medicación es cada vez más fuerte y tampoco me ayuda a recordar.
Lo
único que recuerdo con más claridad es que días antes de que me
encerraran aquí, soñé que entraba en una habitación con la ropa empapada en sangre, allí me esperaba la niña sonriente, con su espada sujetada con fuerza por ambas manos mientras le limpiaba la sangre con su lengua, y yo estaba a su lado con una espada ensangrentada entre mis manos.
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literario de Martín Lapadula
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