Al igual
que en las paredes y en el suelo, los restos de sangre también se
dejaban ver en el cuchillo que siempre estaba sobre la única
mesa de la estancia, lo que daba lugar a múltiples interpretaciones.
Se trataba de un habitáculo construido en medio de una depresión
entre dos elevaciones de terreno y, además, era difícil distinguirlo a simple
vista porque estaba mimetizado con el terreno. Tres de sus cuatro
paredes y el techo estaban cubiertos de vegetación y a la puerta de
acceso, hecha en piedra, la tapaba una gruesa capa de musgo.
Una
vez Jorge preguntó que se hacía allí dentro y secamente le
respondieron que se sacrificaban animales para alimentar a las tropas
y que, como buen soldado, debía ser discreto con la misión que
tenía asignada de limpiar a diario aquel cuarto.
A
medida que pasaban los meses, entrar en aquella habitación comenzó
a afectar al joven soldado y empezó a tener una pesadilla
recurrente: un hombre se arrastraba con el cuerpo cubierto de sangre
por un campo de batalla y, cuando se acercaba a prestarle ayuda, se
daba cuenta de que tenía todos sus miembros amputados a
excepción de su mano derecha. La escena era espeluznante y la mirada
de desesperación del mutilado era tan aterradora que provocaba que
Jorge se despertara gritando y empapado en sudor.
Después
de casi dos años fregando aquel escalofriante lugar, la estabilidad
mental de Jorge era cada vez más frágil, así que un día no
aguantó más y solicitó una excedencia para pensar si podía
seguir o no con ese trabajo. Su superior aceptó la propuesta del
soldado, pero a cambio le exigió que debía aceptar ayuda
psicológica del ejército para agilizar el papeleo de su baja.
El
tratamiento psicológico consistía en seguir sesiones de hipnosis.
Cada visita al psicoanalista tenía una duración de 45 minutos de
las que Jorge sólo recordaba dos cosas: el instante inicial y el
instante final eran sumamente placenteros, pero nunca retenía nada
de lo que ocurría en medio de la sesión. A él sólo le importaba
que poco a poco iba dejando atrás esa sensación de pánico y la
pesadilla iba remitiendo.
Un
día, mientras esperaba en una sala para recibir su terapia
psicoanalítica, Jorge escuchó a dos hombres comentar en una
habitación contigua que tenían que ir al zulo para que el
encargado de la limpieza no sospechara nada. “Tenemos que llevar la
sangre y el cuchillo y dejar el cuarto como todos los días”,
añadieron.
Estas
palabras inquietaron al soldado y provocó que comenzara su sesión
de psicoanálisis nervioso y poco propenso a dejarse entregar al
total dominio de sus pensamientos por parte del especialista. De
repente, se encontró en un sótano vestido con un uniforme de
oficial de alto rango. Delante de él, atado a un silla y con la
cabeza cubierta por un pasamontañas, había un prisionero de guerra
del que debía obtener una información. El detenido se negaba a
hablar, así que Jorge comenzó a aplicar técnicas de tortura.
Primero
le cortó el pie derecho, luego el pie izquierdo. Siguió con su
oreja derecha, a continuación con la izquierda. Le hizo varios
cortes profundos en la cara y en el pecho, pero no conseguía hacerlo
hablar. Así que le quitó uno por uno todos los dientes. Los gritos
de dolor eran ensordecedores y el olor a sangre insoportable. El prisionero seguía sin hablar. Llegados a este punto, como
último y definitivo recurso, decidió amputarle las manos. Comenzó
por la izquierda y como no conseguía nada, decidió cortarle la
derecha, aunque le resulto imposible hacerlo.
Jorge
estaba sentado
frente a un espejo y con la consciencia anulada, cuando en un instante de lucidez se dio cuenta de que ya
no tenía la mano izquierda para cortarse la derecha.
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literario de Martín Lapadula
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