El día amaneció en
calma y con un sol radiante. A través de la ventana del salón podía
ver los destrozos que había provocado la tormenta en el resto
del vecindario, así como una gran manta de agua que cubría hasta la
parte más alta del bordillo mimetizándose con la acera.
Esto era lo normal
en el barrio de mi niñez. Cada vez que llovía se inundaba todo y te
podías dar por satisfecho si el agua no entraba en tu casa. Pero
esta tormenta había dejado una trágica huella: un rayo había caído
sobre el ombú y lo hirió de muerte. Este árbol grande y
majestuoso, que reinaba al final de la calle, estaba destrozado y yo
también.
Bajo aquel ombú me
reunía con mis amigos todas las tardes. Era nuestro punto de
encuentro, el faro vigía para espiar a los niños de la otra
calle, la portería de fútbol, nuestro lugar de la merienda y el
aula magna donde ya daban comienza nuestras primeras
conversaciones sobre la vida.
Cuando vimos el
árbol destrozado se nos vino el mundo abajo. Mis amigos y yo
estábamos hundidos, desorientados y no sabíamos qué hacer.
Teníamos entre ocho y diez años y nos reunimos para tomas,
hasta ese momento, una de las decisiones más importantes de nuestra
vida.
Ya no existía
nuestro lugar de encuentro, así que decidimos recoger las ramas y
los troncos más grandes del ombú para construir nuestra casa del
árbol sobre la tierra. Cada uno agarró de su casa lo que pudo:
un amigo trajo una pequeña hacha, otro un martillo con unos clavos,
otro unas cajas para sentarnos, otros galletas y aguas y yo aporté
un serrucho.
Después de un duro
día de trabajo la casa estaba terminada. El tejado lo
cubrimos con las hojas del árbol caído y dejamos algunos agujeros
en los laterales a modo de ventana. También establecimos turnos de
vigilancia, así mientras uno de nosotros cuidaba la casa por fuera,
los demás podíamos permanecer en el interior de nuestra nueva
guarida planeando nuestros sueños y fechorías.
De repente, todo
había vuelto a la normalidad, ya teníamos nuestro nuevo punto de
reunión. Sin embargo, poco duró. A la mañana siguiente la casa
apareció hecha añicos, pero esta vez no había sido ninguna
tormenta. Nosotros enseguida sospechamos de los niños de la
calle de al lado, así que nos dirigimos hacía ellos. Les contamos
lo que había ocurrido y al ver cómo reaccionaron y sus risas
nuestra sospecha se confirmó.
Todavía por
aquellos tiempos no estaba tan de modo chivarse a los padres o
recurrir a un psicólogo infantil. Así que, sin mediar más
palabras, empezó una guerra de piedras y palos para defender
lo que era nuestro. Aquel árbol y sus restos que habían servido
para hacer nuestro nuevo refugio, lo eran todo para nosotros y así
se lo dejamos claro a nuestros adversarios de la calle vecina.
Cuando la pelea
terminó, recogimos los troncos y las ramas y con mucho esfuerzo
reconstruimos la casa. Y, a pesar de los piedrazos recibidos,
estábamos contentos por el coraje con el que habíamos
reaccionado.
El día llegó a su
fin y antes de despedirnos quedamos en vernos a la tarde siguiente en
nuestra guarida. Por suerte la mañana pasó rápido en el colegio y
llegó la hora de reunirse nuevamente en la casa del árbol. Pero, al
entrar, estaba toda pintada con mierda y eso tenía pinta de
ser obra de los chicos de la otra calle, era su venganza por la
guerra de piedras.
Todos fuimos
rápidamente a nuestras casas en busca de cubos con jabón y esponjas
para limpiar todo aquello. Aunque esta vez nuestro refugio no se pudo
recuperar, la mierda estaba ya muy impregnada en la madera.
Pero la cosa no se
iba a quedar ahí. Robamos de casa de nuestros padres los palos de
las escobas y nos pusimos en marcha hacia la calle de al lado a
presentar batalla. Los sorprendimos de imprevisto y se
llevaron unos buenos palos. Se asustaron tanto que corrían como
locos, a pesar de que eran dos o tres años mayores que nosotros, y
seguro que en adelante se lo pensarían dos veces antes de meterse
con lo que no era suyo.
Muchos años después
de lo ocurrido volví al lugar exacto donde estaba el ombú y, además
de recordar a mis amigos, una sensación de alegría recorrió mi
cuerpo por lo que habíamos hecho juntos por defender nuestra casa
del árbol. Y me sentí muy orgulloso porque por primera vez
en mi vida luché con mis propias manos por lo que era mío, y por lo
que simbolizaba esa casa-guarida para cada uno de nosotros. Y, por
otro lado, también tuve mucho miedo de perder aquello en lo que
creía y que era lo más importante para mí.
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Literatumas: blog literario de Martín Lapadula
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