Debajo
del pijama noté que tenía una herida justo por encima de la
barriga. Metí
mi
mano dentro de ella y empecé a rebuscar hasta que llegué a mi
corazón y, como nunca lo había visto, decidí tirar de él y lo
coloqué encima de la mesa. La verdad es que tenía buen aspecto y yo
me encontraba mucho mejor sin esa máquina de bombear sangre dentro
de mi cuerpo.
Como mi organismo funcionaba perfectamente pensé: ¿y si salgo a
correr como un loco?, ¿quizás no me canse? Como no tengo corazón.
Dicho y hecho. Salí a la calle, empecé a caminar muy rápido y la
sensación era increíble: además de no notar cansancio cada vez me
sentía mejor. ¡Era genial!
Tenía sed. Así que me compré una botella de agua y comencé a
beber, el único problema era que el líquido salía fuera de mi
cuerpo a la altura del pecho y no me llegaba al estómago, pero
compré un trozo de manguera en una ferretería y asunto arreglado.
Se ve que toqué algo al sacarme el corazón y se me rompió el
esófago. O, al menos, eso pensé en ese momento por inventarme
alguna explicación.
Después de un largo paseo regresé a mi casa y mi corazón seguía
allí: latiendo a un ritmo pausado encima de la mesa. La herida ya no
me sangraba, pero no me atreví a sacarme más órganos.
Me puse a ver cosas tristes en la tele, también hice un esfuerzo por
recordar experiencias y momentos melancólicos de mi vida y me di
cuenta que no sentía pena por nada. Básicamente todo me daba igual.
Esto de no tener corazón se estaba poniendo interesante e
inquietante al mismo tiempo.
Observando mi corazón, noté que en su superficie se podían ver
distintos acontecimientos sobre mi vida que se iban alternando como
si estuviera haciendo zaping en un televisor. Era aterrador
comprobar como diferentes recuerdos de mi existencia se alternaban
aleatoriamente, sin seguir ningún patrón, sobre un músculo que se
contraía y dilataba deformando las imágenes que se proyectaban en
él.
De repente, mi corazón parecía más grande. Estaba creciendo fuera
de mí, se ve que se encontraba cómodo porque tenía más espacio.
Pasadas un par de horas más era evidente que ya era mucho más
grande que cuando lo saqué de mi cuerpo y, además, se estaba
haciendo perezoso. Cada vez latía más lento y las imágenes que
reflejaba comenzaban a verse distorsionadas.
Sin dudarlo, lo agarré con decisión e intenté meterlo en mi pecho,
pero ya no cabía, era mucho más grande que mi herida. Pensé en
cortarlo por la mitad y meter una parte y luego otra, aunque después
de pensarlo un rato no me pareció buena idea la autocirugía.
Mi corazón se moría y yo no podía hacer nada. Lo increíble es que
yo seguía vivo sin sentir dolor, no tenía emociones y básicamente
todo me resultaba indiferente. Así que como no tenía ninguna
preocupación decidí irme a dormir después de un
día tan ajetreado.
Al cabo de varias horas desperté y por más que me esforzaba en
abrir los ojos todo lo veía negro. Me incorporé y me di un golpe
tan fuerte en la cabeza que volví a tumbarme inmediatamente. Tampoco
podía estirar los brazos porque al hacerlo chocaban contra una
superficie acolchada y apenas podía describir con ellos un círculo
por encima de mi cuerpo. Estaba atrapado, encajonado y sumido en la
más absoluta oscuridad.
Poco a poco comencé a entrar en un estado de pánico que llevó a mi
mente imágenes confusas de gente herida, olor a quemado, gritos,
sangre en el pecho de un hombre. Parecían recuerdos de un campo de
batalla y de un lugar donde la vida no valía nada. En ese instante me di cuenta que
estaba soñando muerto que todavía seguía vivo.
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Literatumas: blog literario de Martín Lapadula
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