La casa está situada muy cerca del mar, construida sobre la arena de la playa, en un lugar desierto donde la sensación de soledad y abandono son extremas. En ella vive un matrimonio con dos hijos. En el rostro de los cuatro se ven el pánico y el horror. La mañana está oscura, fría y ventosa.
De repente, una ola
de dimensiones gigantescas rompe las ventanas y una enorme cantidad
de agua invade toda la casa y me expulsa hacia fuera. Vuelvo a entrar
y veo que los cuatro miembros de la familia están clavando unas
tablas de madera sobre lo poco que queda del ventanal, para evitar que
siga entrando agua.
La
casa por fuera está intacta, la destrucción es sólo interna.
Comienzo a recoger objetos con el fin de ayudar en algo. Ningún
miembro de la familia habla, pero en sus rostros se ve la desesperación.
Pasan una horas y el mar ya no se
ve, la casa está instalada en medio del desierto. Este es el último recuerdo de mi último viaje.
En una humilde
posada, sita en la comarca de La Serena, situada en tierras
extremeñas, coincidí con varios exploradores que habían estado en
las Indias y cuyo principal tema de conversación era la supuesta existencia
de un lugar donde todo llegaba a su fin. En un principio creí que
hablaban sobre un sitio lejano en las nuevas tierras descubiertas,
pero pronto me enteré de que ese lugar estaba más cerca de lo que me imaginaba.
Navegué hacia el
Sur de las Indias, hacia un lugar casi inhóspito, donde el frío es
protagonista y habitan animales terrestres y acuáticos muy
extraños. Tras varios meses en el mar divisé la famosa isla de
forma triangular y el canal estrecho y de aguas muy peligrosas
del que me habían hablado. Después de navegar por él durante
cuatro jornadas con sus días y sus noches completos, me tope de frente con dos
enormes montañas entre las que discurre un río muy profundo y
bastante angosto.
Me adentré en él.
Me cautivó la monotonía del paisaje de estas aguas infinitas que,
al ser tan bravas, me imposibilitan corregir el rumbo para llegar a
la orilla. Navego con la sensación de estar atrapado en una jaula
de cuatro paredes. Sé
que me vigilan y eso me produce pavor porque reconozco esa
capacidad para infringir miedo y, por tanto, la más absoluta
dominación.
Avanzo en mi camino
en un estado de inmovilidad que no me abandona y no me permite
salir al exterior. Mis pensamientos están inválidos y presos de un
estado de pánico que me hace vivir paralizado por dentro y
controlado por fuera.
Las montañas hace tiempo que han desaparecido, el río se convierte en mar y el
mar en océano. La inmensidad y la desorientación son los
protagonistas de este viaje de locura y sin sentido. Escucho voces
que no hablan mi idioma, pero al mismo tiempo se trata de una lengua que me resulta familiar. Podría decir que es portugués.
Ante mis ojos,
imponentes, aparecen unos enormes acantilados que actúan a
modo de muralla natural para proteger la costa. Es mediodía, el
cielo se ve negro como anunciando una devastadora tormenta. Noto que
el agua se aleja océano adentro y mi barco queda encallado en la
arena. Pasan un tiempo que no puedo determinar y el agua regresa con
una furia endiablada y con olas de tal tamaño que arrasan conmigo,
mi embarcación e, incluso logran sobrepasar la descomunal altura de
los acantilados para, una vez tocar tierra, acaban con cualquier
rastro de vida en un diámetro de terreno bastante extenso.
Recuperé el
conocimiento en una habitación en la que no había estado nunca.
Salté de la cama y salí al exterior y en ese instante vi pasar un
hombre al que le pregunté dónde me encontraba. Me respondió que en
medio de la nada y que la población más cercana, situada a varios
kilómetros de distancia, era Sagres. Me recomendó
no ir porque estaba bastante destruida a causa de un gran terremoto.
El hombre siguio su
camino y yo decidí investigar el lugar dónde estaba. Me di cuenta de que había más
habitaciones, así que me dirigí a una por la que, a través
de la puerta de acceso, se veía una gran ráfaga de luz. Para mí
sorpresa me encontré con el matrimonio y sus dos hijos. Al verme, el mayor de los hermanos, se
puso en pie, se dirigió hacia mí y me dijo en voz baja y serena:
“No eres el primero ni serás el último
en buscar el fin de lo terrenal para entender el dolor, pero
después de mucho tiempo prisionero de esta pesadilla
te diré que no hay mayor farsa que creer que el
verdadero miedo es propiedad de seres inmortales. El auténtico
miedo, aquel capaz de dominar o paralizar, emana de una fuente mortal
que se alimenta de las fuerzas oscuras anteriores a la existencia de
la vida”.
Copyright © 2016 Literatumas: blog
literario de Martín Lapadula
No hay comentarios:
Publicar un comentario